Desde que traje a un cachorro a vivir conmigo, hace casi cuatro años, le enseñé a mantenerse afuera de mi cuarto aunque me siguiera a cualquier otro rincón de la casa. Yo pensaba que había entendido que no tenía permitido cruzar ese umbral bajo ninguna circunstancia y que respetaba mi voluntad incluso cuando no estoy, pero anoche lo descubrí con las manos en la masa.

Acababa de escampar y salí a comprar algo a la pulpería. El balcón estaba todo mojado por el aguacero y cuando volví, Fritz, mi perro, me olfateó como siempre y se fue a acostar a su cama en la esquina de la sala. Pero cuando encendí las luces de mi cuarto para ponerme la piyama, estaban las huellas húmedas de sus patas por todo el piso.

Así que le hice un berrinche esperando que se percatara de que me había dado cuenta de su transgresión pero, pensándolo bien, si es que lo ha hecho desde siempre y cada vez que salgo, difícilmente podría asociar el regaño con una ocasión aislada y tendré que resignarme o acostumbrarme a dejar la puerta cerrada.