Transcripción literal del artículo "En el proceso por herejía contra los hermanos catalanes Masferrer, en 1824, se habló por primera vez de masonería en Costa Rica. La masonería existe entre nosotros desde el principio del año 1826", escrito por Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez y publicado por el diario La Tribuna el 02 de setiembre de 1928, en el que intenta dilucidar los orígenes de la masonería en Costa Rica.
La Tribuna
Diario de la mañana
San José de Costa Rica. Domingo 2 de Setiembre de 1928.
En el proceso por herejía contra los hermanos catalanes Masferrer, en 1824, se habló por primera vez de masonería en Costa Rica
La masonería existe entre nosotros desde el principio del año 1826
En nuestra historia nacional se habla por vez primera de masonería y de masones, en la causa seguida en 1824 por la Junta Gubernativa contra los hermanos barceloneses José Manuel y Martín Masferrer, a instancia de don Mateo Eduardo Tristán de Urandurraga Y Besagüren, y del Pbo. don Cecilio Umaña (Cfr. “Independencia y otros episodios” de don R. Fernández G. p, 265 sgs.) Acusábanles de herejes y revoltosos, cargos que ellos negaron, declarando que eran católicos, apostólicos y romanos, y que en política no habían emitido opiniones que merecieran el calificativo de revolucionarias. Con todo la Junta Gubernativa los expulsó del país por decreto del 3 de febrero de 1824.
En la declaración que rindió el primero de los acusados, José Manuel, ante el Secretario de la Junta don José Angel Vidal, dijo “que en lo relativo a la religión recordaba que el mismo Gallegos (don José Rafael) le había preguntado una vez si en Panamá había masones, y que él le respondió que esto era innegable, añadiendo que un religioso agustino llamado Fray Pedro Ramírez (que también declaró en el proceso), a quien había visto en las calles de San José, había sido expulsado de Panamá, según creía, por haber predicado en la Cuaresma contra los masones” (Cfr. Fernández G. I. cit.)
Ignoro si en otros expedientes o causas de años posteriores se habla de masones y de masonería; lo cierto del caso es que, según nos cuentan los interesados, en el “Libro Azul de Costa Rica”, año 1916, p. 99, la sociedad secreta se instaló en nuestra patria en el año 1865 y no antes, aunque insinúan que ya en aquél entonces había algunos hermanos masones con los cuales se unió el Padre Chico Calvo de regreso de su viaje al Perú y con los que fundó la Logia Caridad No. 26. Oigamos, pues, lo que saben los masones acerca del origen de su institución: “La Francmasonería fué introducida a Costa Rica en el año 1865, cuando el Gran Oriente Neo Granadino expidió con fecha 28 de junio del propio año la patente a la Logia Caridad No. 26 para trabajar en San José”. Y más adelante: “La fundación de la Masonería en Costa Rica tuvo su origen en un viaje que el muy querido hermano Dr. don Francisco Calvo hizo al Perú, en donde se encontró con unos sacerdotes masones y allí fué iniciado masón, a invitación de ellos. Cuando regresó a Costa Rica, uniéndose con algunos otros masones que aquí residían, fundó la Logia Caridad No. 26 para lo cual la carta constitutiva que debía servirles para su fundación, fue otorgada el 28 de junio de junio de 1865 por el Gran Oriente Neo Granadino”.
Por consiguiente, si nos hemos de atener a los datos que nos suministran los hermanos, antes de 1865 no hubo logias en Costa Rica, aunque sí hubo algunos masones; en todo el período de la historia nacional que precede al año citado, los masones no tuvieron que mover una paja ni que darle al fuelle de la fragua política, ni se les puede atribuir ningún mal pensamiento contra la Iglesia y el Clero ni ingerencia alguna en las historias de la Federación y de Morazán, por la razón sencilla de que la Masonería no había nacido aún, era solo un ente potencial traído después al acto por el viaje del P. Calvo. A lo sumo, alargando un tanto la cuerda, y en el terreno de las simples conjeturas, podríamos suponer que los hermanos que estaban entre nosotros antes de 1865, a saber, los masones del año 1852, se sentirían conmovidos y fraternalmente enfurecidos al recibir la noticia del arribo de quince o veinte jesuitas a las playas de Puntarenas, y que, vigilantes cual los sagrados gansos del Capitolio, darían la voz de alarma: “Los Galos a las puertas; Ignacio en Puntarenas; alerta hermanos”, y que no descansarían hasta que ocurrieran las muchas divisiones y perplejidades, de que nos habla don Francisco María Yglesias en su folleto “Comprobaciones Históricas”, que culminaron con la expulsión negativa de los hijos de Loyola.
Líbreme Dios de sospechar de la veracidad de los datos que los masones dieron al editor del “Libro Azul”, porque eso es contrario a mi idiosincrasia: en nadie supongo torcidas intenciones, salvo prueba en contrario, aunque no esté con él a partir de un confite. Hay, sin embargo, varias cosas que no resultan ni extrema ni medianamente claras del relato del “Libro Azul”, y ellas son: ¿de dónde, cuándo, por qué vinieron esos hermanos que encontró aquí el P. Chico y con los cuales fundó la primera logia? ¿Cuándo salió de Costa Rica el hermano Calvo, no sabía ni pizca de masonería? ¿Fué por mera casualidad que se dirigió al Perú y que encontró allá esos sacerdotes masones? ¿Fué también casualidad que éstos descubrieran en él pasta para hacer masón? ¿Por qué el P. Chico dio con sacerdotes que fueran masones y no con otros que no lo fueran? ¿El Dr. Montúfar, reconocido Masón, no hizo propaganda en esta República de 1852 a 1865?
Hay, por tanto, muchas lagunas en la historia de la Masonería en Costa Rica: sus orígenes se confunden con la noche de los tiempos, como diría cualquier orador rancio en la noche de San Juan. Mas, por obscura que esté la noche, cuando Dios amanece, para todos amanece, y cuando la buena suerte nos hace dar con un documento de importancia, no hay porqué ocultarlo si con su publicación nadie se perjudica y sí contribuye a explicar mejor alguno o algunos de los acontecimientos de la historia nacional.
Para mi es una verdad inconcusa que los masones no pueden darnos su fecha exacta de fundación en Costa Rica o la que nos dan está errada. La masonería se fundó en Costa Rica en el año 1825, es decir, cuarenta años antes de la fecha que señalan los interesados. Y no se crea que se trata de una fundación cualquiera, irregularísima: no, con sus títulos en regla, con sus logias medianamente organizadas y con los trabajos de taller que bien podrían servir de modelo a las muchas logias burocráticas que de unos años a esta parte pueblan estos valles. En 1826 había tres logias, que para aquellos años era mucho: una en San José, otra en Heredia y la tercera en Cartago. En Alajuela no había ninguna, lo cual tal vez entristezca a los hermanos del Valle del Poás, pero consuélense con saber que fuera de las tres logias mencionadas no había otra alguna en nuestra tierra.
Por esta revelación ni pido ni merezco agradecimiento de las logias, pues que al hacerla “soy impulsado más por la necesidad -así lo escribe Fray Bartolomé de las Casas en el prólogo de su Historia de la Indias- conociendo que las cosas no son así declaradas ni sentidas como la integridad de la verdad contiene, con celo de que la verdad no perezca de quien por dictamen de la ley natural todos los hombres deben ser defensores.” Por ella tampoco acepto reproche de los profanos ni de él soy digno: escandalizáranse quizá estos, de que un clérigo escriba sobre historia de la Masonería, que le certifique la partida de nacimiento en vez de guardar silencio o romper el documento en que constan sus natalia; pero, a ellos repito lo que poco ha escribió Fray Bartolomé, y además les digo que si con el documento que publico amanece para los masones, para el resto de las gentes suena la hora del mediodía.
Las herejías de los hermanos Masferrer y el proceso que se les siguió, coincidieron con la aparición de los primeros brotes de radicalismo y anticatolicismo entre los criollos, según consta de varios expedientes y causas del Tribunal Delegado de la Inquisición de Cartago, de los años 1824 a 1830, y del artículo V del acta de la Asamblea del 19 de enero del 24: “Se leyó un oficio del R. Padre Fr. Francisco Quintana, fecho en ese día, en el cual dice: que en aquella ciudad de Cartago hay algunos sujetos que hablan descaradamente contra la Religión Sagrada y que infeccionan a otros. Hablar de los principios del radicalismo criollo y de la fundación de la Masonería sin conocer con algún detalle la historia del Tribunal de la Fe, sería ilógico, dificultaría la inteligencia del documento que nos inspiró la idea de escribir estas líneas.
El Tribunal Delegado o Comisionado de la Inquisición era una dependencia del Juzgado Eclesiástico. Este había existido en Cartago desde los tiempos de la conquista; su primer juez fué el Pbo. Juan de Estrada Rávago. También Nicoya y Esparza lo tuvieron, pero temporalmente y para causas de menor importancia; los últimos jueces eclesiásticos propietarios de estas poblaciones fueron los presbíteros don Luis Coronado y don Nicolás Carrillo. Las causas que se tramitaban en el Juzgado Eclesiástico de Cartago eran las causas civiles y criminales de los clérigos, las matrimoniales en cuanto se relacionaban con el sacramento, las de esponsales, las que se referían a la inmunidad de los lugares sagrados, al cobro del diezmo, limosnas de Bula, etc.
Desde 1819 era juez eclesiástico y vicario foráneo de Costa Rica, el Prbo. don Pedro José Alvarado y lo fue hasta 1835, teniendo sin embargo un auxiliar desde 1826, el Prbo. don José Gabriel del Campo.
Según la constitución de este oficina eclesiástica y conforme a las disposiciones civiles y eclesiásticas, el Juzgado de Cartago no conocía de las causas de herejía, impiedad, etc., que estaban reservadas al Tribunal de la Santa Inquisición o del Santo Oficio de Nueva España. A pesar de eso, los jueces eclesiásticos eran al mismo tiempo comisarios del Santo Oficio, recibían las denuncias, y las tramitaban en sus grados inferiores pero con las restricciones que les imponía el Tribunal de Méjico al que correspondía la discusión de la causa y el fallo. Por ese motivo, la causa del médico milanés don Esteban Corti o Curti no estaba en el archivo de Cartago, en el que se conserva, de este famosísimo expediente, solo una nota del reo que pedía la excarcelación a causa de la enfermedad de la gota, y la negativa del juez don Ramón de Azofeifa. Otro de los oficios del Comisario de la Inquisición era publicar en el territorio de la provincia los edictos del Santo Oficio, tanto del de Méjico como del de España, sobre la prohibición de libros. Esos carteles edictos se fijaban en las puertas de la iglesia parroquial de Cartago, y a decir verdad, casi sólo por ellos se dieron cuenta los costarricenses en los años que precedieron a la Independencia, de que había filosofismo, enciclopedismo y otros ismos en el mundo, que había existido un Juan Jacobo Rousseau y un Voltaire y que no todos los cristianos estaban en paz con las reales coronas. Se dieron cuenta, dije, pero solamente los que sabían leer, que no abundaban, y ni aun éstos se enterarían de todo porque buena parte de los títulos de las obras prohibidas estaban en francés, idioma casi del todo desconocido para los hombres de la Independencia, con excepción naturalmente, del gran Bachiller don Rafael Francisco Osejo quien de vez en cuando se daba el lujo de citar a Montesquieu y a otros autores ejusdem furfuris, dejando boquiabiertos no sólo a los regidores del cabildo de Ujarrás, del que fue oráculo, sino también a los miembros de las juntas y asambleas que no sabían explicarse cómo diablos sabía tanto aquél turbulento bachiller de quien se dijo que tenía varios demonios en el cuerpo. En 1813 las Cortes de Cádiz abolieron el Tribunal de la Inquisición; desaparecía; por tanto, el Tribunal del Santo Oficio de Méjico del cual dependía la Comisaría de Costa Rica mediante la Curia de León. En 1815 Fernando VII por Real cédula del 31 de julio comunicada en la misma fecha por Lardizábal al Sr. García Jerez, obispo de Nicaragua y Costa Rica, restableció los tribunales del Santo Oficio de Lima, Méjico y Cartagena y señaló varios arbitrios para su mantenimiento. El encargo más importante que cumplió el comisario de Cartago entre 1815 y 1820 fue la promulgación de la carta circular del Sr. García Jerez de 7 de diciembre de 1816, en la que se comunicaba la Real cédula de 22 de marzo del mismo año que mandaba recoger “todos los ejemplares de los miserables, ridículos e indecentes folletos que se expresan como subversivos de la Monarquía española y atentatorios de máximas las más venenosas y perjudiciales al orden público y a la tranquilidad del estado”; decretaba el obispo la excomunión mayor ipso facto contra todos los que retuviesen, leyesen o permitiesen leer en público o en secreto los folletos que citaba la Real cédula; inútil es decir que en Costa Rica nadie incurrió en la excomunión porque hasta nosotros no llegaba ni ese ni otro género de la literatura.
Como es bien sabido, en 1820 se volvió a suprimir, y esta vez definitivamente, el Tribunal de la Inquisición: así lo comunicó el Ilmo. Sr. García Jeréz a sus diocesanos en una pastoral del 10 de setiembre del mismo año. Fernando VII -dice el Prelado- suprimió en sus dominios la Inquisición, por su incompatibilidad con la Constitución Política de 1812, ordenando además que se pusiesen en libertad los presos por opiniones religiosas políticas, y que pasasen a los obispos las causas de los primeros para que las substanciasen con arreglo al decreto de la Cortes de 22 de febrero de 1812. En tal virtud, el Sr. Obispo disponía que los curas hiciesen saber a los fieles la obligación en que estaban de hacer las denuncias al diocesano el cual se reservaba el derecho de absolver la herejía mixta oculta. Terminaba amonestando a los fieles y advirtiéndoles que la libertad de imprenta que las Cortes habían adoptado, no les exoneraba de la obligación de no imprimir cosas contrarias a la Religión. Dejaba, por consiguiente, el Comisario de Cartago, de estar sometido a la jurisdicción de la Inquisición de Méjico, que había desaparecido, y en adelante sería la Curia de León la que juzgaría de los delitos contra la fe con arreglo a las prescripciones canónicas y a ciertas disposiciones civiles.
No sabemos si antes de los hermanos Masteferrer estuvieron en Costa Rica otros extranjeros que hiciesen alarde de impiedad, pero es más que probable que los desplantes de los catalanes fuesen materia de alguna comunicación del Vicario Alvarado al Sr. Obispo, porque éste en carta a don Pedro, de 18 de febrero de 1824, le dice que “atendiendo a la distancia y a los infelices tiempos en que el enemigo trata de sembrar la herejía y la impiedad”, le nombraba a él (Alvarado) y a don José Gabriel del Campo, vicarios suyos para juzgar de las causas de herejía e impiedad que se les denunciaren, de acuerdo con lo dispuesto por ley del 22 de febrero de 1813. Si la impiedad de los Masferer no fue la causa de este decreto, es por lo menos muy rara la coincidencia; a buen seguro, Urandurraga y el P. Umaña, habrían apelado al Vicario para que juzgase a los delincuentes, en lo religioso se entiende, y éste contestaría que había necesidad de elevar la causa al tribunal episcopal. Alguna influencia tuvo también en ese decreto, le decisión de la Asamblea del 19 de enero del propio año en el particular de la petición del P. Quintana a que nos referiremos más arriba, a saber que como “no refiere persona señalada y solo pide pase oficio al señor Vicario Eclesiástico para que averigüe por información sumaria quienes son los que escandalizan para que se les aplique el castigo correspondiente se acordó: se oficie al citado señor Vicario con inserción de este acuerdo para que tomando las medidas correspondientes se corte de raíz el contagio que amenaza contra nuestra Santa Religión C.A.R.” Esto decidiría al P. Alvarado a solicitar del Obispo los poderes necesarios para juzgar de la herejía.
El 1 de marzo los vicarios de la Fe aceptaron el cargo y se juramentaron. Como el Tribunal era una oficina de comprobación a la manera de los tribunales de la Inquisición, había que nombrar un fiscal. El fiscal debería ser un sacerdote instruido, celoso, residente en Cartago, y nada sospechoso en la moral y en la fe. El Sr. García Jerez había nombrado para este cargo al P. Joaquín García (quien después fue ministro del presidente masón Lic. don Manuel Aguilar); García se excusó alegando su incompetencia, en materias jurídicas especialmente, sus enfermedades y ocupaciones, pero todo fue inútil y el 19 de mayo comenzó a desempeñar su oficio pidiendo a los vicarios comisionados que diesen curso a varias denuncias que había en la Vicaría o Audiencia (como se llamó vulgarmente el Tribunal Delegado de la Fe) y que no se habían tramitado por culpa del fiscal.
Ya tenemos instalado el tribunal que conoció de la primera denuncia contra la Masonería y ya conocemos con alguna claridad las circunstancias en que apareció la sociedad secreta. Tiempo es ya -y sobrado dirá algún impaciente lector- de que reproduzcamos el documento que contiene la revelación de la existencia de la Masonería en los primeros años que siguieron a la independencia. Lo copio íntegramente por la importancia que tiene para masones y no masones, y después haré algunos comentarios sobre la materia.
“En la ciudad de Cartago a los nueve días del mes de Agosto de mil ochocientos veinte y seis años. El Ciudadano José M. Bolio, vecino de esta ciudad, de estado casado, de edad veinte y un años, oficio comerciante, pidió audiencia a los CC. Vicario Pral. (principal) y Auxiliar Bdo. (Beneficiado) Pedro José Alvarado, y José Gabriel del Campo, comisionados para los asuntos de fe, y estando presente el Fiscal Ecco. Presbo. Joaquín García, dijo el referido Bolio, que como cristiano católico Apco. (apostólico) Romano declaraba que había tenido la desgracia de haber entrado en la secta de los Francmasones, seducido por Miguel Echarri, Europeo que se titulaba Venerable y Príncipe de Jerusalén con 18 grados; que aunque sabía que era prohibido, no tenía noticia de las dos bulas que prohíben semejantes reuniones, que noticioso de éstas, y habiendo advertido que en semejantes juntas, a que asistió; se leía frecuentemente el folleto titulado el Citador (cuyo dueño es el alemán Jorge Stirpe), el cual reconoció desde luego contenía varias herejías, pues en primer lugar oyó una lección de dicho libro que decía: que el Espíritu Santo había venido a usurparse los que el Hijo había ganado: que era un veleta, que con un gran torbellino de viento había seducido a los Apóstoles que eran los once vagabundos, para hacerles creer que era el Espíritu Santo. Que Moisés era tan amigo de Dios por que se subía a los zarzales sus botellas de vino: Que muerto el hombre era lo mismo que morir un perro, y que por tanto debía abreviar a gozar de los deleites mundanos, y que esto da a entender el rótulo que usan los Masones en el Altar que dice: Momento Mori. Que en esta ciudad se instaló una Logia por el mismo Echarri, otra en S. José, y otra en Villa Vieja, según ha oído de esta última: que los Masones que conoce son: el Lic. Manuel Aguilar, Gregorio Guerrero, Juan Diego y Manuel Antonio Bonilla, Teodoro Pao, Enrique Bonilla -inglés- Ramón Quirós, Alexandro, Rafael y Juan Vicente Escalante, Ponciano Corral, Tomás Goti, Ramón Chavez y José de Jesús Banegas; y además los que han salido ya del Estado que son el Dr. Rafael Gutiérrez, Carlos Laller y José Belarmino, quedando aun otros seis extranjeros en el mismo estado de la propia secta que son Jeorge Stirpe -alemán- Santiago Millet -inglés- Domingo Matei -italiano, Dutari, colombiano.
Que los diplomas o patentes que se le dieron de aprendiz y de Maestro los dio a las llamas y que el catecismo lo exhibe.
Que por lo que se infiere niegan o impugnan el Sto. Sacramento de la Penitencia, pues oyó decir entre ellos que no era necesario porque el Gran Arquitecto no necesitaba de intérpretes para perdonar los pecados, ni menos para oír las súplicas que se hacen por los hombres en sus conflictos, pues estos eran obra del (palabra ilegible).
Que también niegan el Misterio de la Beatísima Trinidad, que no puede haber Dios en tres personas.
Que en los consejos que inspiran los Masones a los aprendices inspiran decididamente la venganza de los agravios, y que por lo regular se embriagan en las Juntas.
Que todo lo dicho fue lo que oyó y observó en la Logias a que asistió, que sobre poco más o menos fueron 6 o 7 veces; y que teniendo bien conocimiento de la bondad de la Iglesia, ocurre con la mayor sumisión a este Tribunal Protector, haciendo la más firme y formal retractación e impetrando en virtud de ella la absolución de la censura o censuras en que puede haber incurrido, para poder sin obstáculo ocurrir al Sto. Sacramento de la Penitencia.
En cuya atención, y en observación de las órdenes que en este particular tiene el tribunal, temiendo también en consideración las humildes súplicas retractación del susodicho Bolio, los dos PP. Vicarios y el Fiscal referido convinieron se le absolviese en el fuero externo de la censura en que ha incurrido, lo que se verificó por el P. Vicario Pral., imponiéndole la penitencia que se confiese generalmente, trayendo luego que concluya, un boleto del confesor, que pruebe haberlo practicado; y además que asista por el espacio de seis meses a las funciones eclesiásticas de los terceros domingos en esta Parroquia, y que evite la comunicación de los masones cuando le sea posible. Todo lo que ha practicado el Tribunal, en virtud de las plenas facultades que le asisten, y arreglado a lo dispuesto por la ley de 22 de febrero de 1813. Y lo firmaron los referidos PP. Vicarios y Fiscal, con el delante, por ante mí de que doy fe”.
No es necesario ser gran paleógrafo para decir que la letra del documento es del P. Joaquín García. No lleva firmas y está escrito en papel común, no el sellado que usaba el Juzgado Eclesiástico. Por estas razones creo que el original se perdió, así como se han perdido tantas otras causas de este Tribunal Delegado, y que lo copiado sea la constancia o duplicado que sacaría el P. García ignoro para qué fin, tanto más que en ninguna parte aparece el boleto que debió llevar Volio de haber cumplido la penitencia, ni el catecismo que exhibió.
Vengan ahora los comentarios que papeles de tanta importancia no pueden prescindir de ellos. Determinemos con alguna seguridad la fecha de la fundación de la Masonería. Para este fin es innecesario referirse a otra causa o delación que recibió el Tribunal de la Fe, y un dato histórico bien comprobado.
El 23 de junio de 1826, don Francisco María Oreamuno, diputado de la Asamblea del Estado, en audiencia que en dicho día pidió al Tribunal de la Fe, delató a Manuel Dengo por haber proferido varias expresiones contrarias al dogma del infierno y varias blasfemias contra la Santísima Virgen. Dengo había querido representar “la tragedia del Riego” pero no lo hizo en obsequio a las advertencias que le hicieron varias personas, pero sí dijo que era una lástima, “que había que destruir el Clero para ser libres”. En el curso de la delación se habla también de un libro escandaloso y herético llamado “Compadre Mateo”. Las ideas que sustentaba Dengo eran las mismas que propalaban los masones; de esto podemos concluir que aunque no se le nombra en la delación de Volio, Dengo era masón y que habría muchos masones cuyos nombres no se han conservado -así lo insinúa también Volio- y además que la Masonería tendría varios meses de existencia a mediados de 1826, pues antes de que los iniciados se echaran a la calle y sin remilgos externaran las ideas que recibían en las logias era necesarios que hubiese transcurrido bastante tiempo. De paso advertiremos que Dengo fue uno de los desterrados que se unieron a Quijano para invadir el país en 1836, invasión que abortó gracias a la actividad del jefe político del Guanacaste, según lo describe magistralmente Ricardo Fernández en el libro tantas veces citado, p. 358-360.
El otro dato es de suma importancia, porque nos permite fijar con más seguridad la fecha aproximada de fundación de la secta, y porque nos indica el lugar en que estaba la logia de San José. Nos dice don Ricardo Fernández G. (op. cit. p. 275) que al llegar el coronel don José Zamora a Costa Rica hacia fines de 1824, se “hospedó en San José en casa del alemán Jorge Stiepel (que sin duda es el Stirpe de Volio), donde solían hospedarse los extranjeros de viso, y por la noche del mismo día de su llegada, conversando con el presbítero don Manuel Alvarado, don Juan Diego Bonilla y el francés don Santiago Millet” reveló sus proyectos: el 2 de julio de 1825 los republicanos de San José “presentaron una solicitud al jefe del Estado para que expulsara al chapetón y al francés” y firmaron entre otros don Manuel Aguilar, Juan Diego Bonilla, Manuel Antonio Bonilla, Teodoro Pao”. En otras palabras, Zamora cayó en las redes de una logia. De todo esto concluyo que los trabajos de fundación de la Masonería empezaron a fines de 1824 y que su fundación estaba consolidada a mediados de 1825. Se dirá que esto no pasa de ser una simple conjetura: pase, pero en el asunto de Zamora hay una incógnita que tal vez el tiempo la resuelva: a consecuencia del fracaso de la intentona fue expulsado del país don José de Echarri (creo que hermano de don Miguel, el iniciador de Bolio), y en la danza del coronel anduvo el P. Joaquín Carrillo y no por el monarquismo de Zamora, en fin, no todo es claro en este negocio mas para luces el día.
Atando cabos he llegado a una conclusión respecto a los motivos que indujeron a Volio a hacer la delación y la retractación. Don José María estaba casado desde 1823 con doña Juana Llorente, hermana de los presbíteros don José Tomás, don Nicolás y don Anselmo Llorente. El P. Anselmo (después obispo de Costa Rica) se había ordenado en 1824 y después de su ordenación no había venido a Costa Rica a visitar a sus familiares. No me atrevería a afirmar categóricamente que el P. Anselmo estuviese en Cartago en octubre de 1826 aunque sí sé de fijo que estaba allí en marzo de 1827 porque aparece recibiendo la colación de una capellanía a nombre de otro sacerdote. En el supuesto de que el P. Anselmo haya estado en Cartago en 1826 el asunto se explicaría así: enterado el P. Llorente de que su cuñado pertenecía a la Masonería, le representaría la gravedad de las prohibiciones pontificias y le decidiría a retractarse. Volio dice que no tenía noticia de las bulas que prohibían tales reuniones; esas bulas y constituciones pontificias eran la de Clemente XLL de 26 de abril de 1738, la constitución “Providas” de 18 de marzo de 1751 y la de Pío VII “Ecclesiam”; el año anterior, el 13 de marzo de 1825, León XII en la encíclica “Quo Graviora” renovaba todas las condenaciones anteriores y fulminaba la excomunión mayor reservada al Sumo Pontífice contra los que se inscribieran en la Masonería. (Hoy día la Santa Sede mantiene las misma prohibiciones y en el canon 2335 decreta la excomunión reservada, contra los católicos que entran en la Masonería). El P. Anselmo que se había graduado en 1825 en ambos derechos, conocería perfectamente las bulas pontificias, inclusive tal vez la última de León XII, y sacerdote profundamente obediente a las leyes de la Iglesia, induciría a Volio a separarse de la secta y a pedir la absolución, tanto más que él venía de Guatemala en donde las logias trabajaron con verdadero furor. No sería extraño que doña Juana, mujer de gran ilustración para aquellos tiempos, fuera la que influyó en el ánimo de su marido.
Otro comentario, que no parece inútil. La masonería que denunció Volio, era verdadera masonería. Los que de estas cosas entienden, los mismos interesados, tendrán que confesar que Volio había sido discípulo aprovechado y que no a humo de pajas lo hicieron maestro. Sin necesidad de haber estudiado la Masonería en su aspecto filosófico y doctrinal, cualquiera que lea la declaración de Volio, tendrá que convenir conmigo, en que aquello de 1826 era ya MUCHA masonería y que no estaban tan mal representados los cordones de venerable en la persona de Echarri. De la forma, ni se diga: había títulos en regla, aprendices y maestros, y esto basta, porque ya sabemos que la agregación a orientes y las cartas constitutivas han sufrido sus altos y bajos y en aquella época muchos masones recibían amplísimas para la expansión de su obra; serían irregulares aquellas logias, pero no tanto, pues si a cuentas vamos también las logias posteriores a 1865 fueron bastante irregulares para las de Norte América, hasta que en 1881 el Supremo Gran Consejo del Rito Escocés antiguo y reformado de Nueva York, por medio del secretario Roberto B. Folger, inició las relaciones de amistad y de taller con el Consejo de Costa Rica. Había logias con su altar: no estaban tan atrasados en cuanto al ceremonial, y se trabajaba duro en ellas; el martillo de Stiepel hacía desprenderse tal número de chispas que no había hermano que no se sintiese fundido al cabo de pocos meses. Como no estoy escribiendo un artículo ideológico, dejemos la cosa en este punto, que ya se me entiende.
Los lectores corregirán la ortografía de algunos nombres que citó Volio; cuando Dios quiera se hará la historia de cada uno de ellos en la que se puede incluir este detalle, que fueron masones.
El Tribunal de la Fe nada hizo, que conozcamos, para contener el avance de la Masonería; no hay tampoco razón para suponer que las tres logias de 1826 permanecieran inactivas o se extinguieran completamente, pues para mantener el fervor masónico estaban, el continuado comercio con el Perú, la masonería de Centro América, los muchos peruanos que vinieron a Costa Rica, las relaciones con Panamá, el viaje de Morazán en 1834, su venida en 1842, la llegada del doctor Montufar en 1852, etc. etc. Para mí tengo que hay algunos pequeños misterios de los cuales apunto los que están ahora a flor de la tierra: las guerras y cuestiones de la Federación, la caída de Carrillo por la traición de la hacienda del Jocote (recuérdese que el Lic. Manuel Aguilar, derrocado por el golpe de Estado de don Braulio, era masón) etc. etc. Todas estas son piedras puestas en las lagunas, y saltando por ellas tal vez lleguemos al año del Señor 1865, así como hemos llegado, a Dios gracias, al fin de este escrito.
VICTOR SANABRIA M.
San José, 31 de agosto de 1928.
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